Cuentos de gente buena (2)
- yoescriboporti
- 18 mar 2016
- 3 Min. de lectura
Verá, no es fácil ser conserje en una Delegación de Hacienda. Los impuestos no siempre son justos y la gente está pasando por malos momentos, los suficientes como para que no les resulte una buena opción dar parte de sus ingresos al Estado. Ya sé que me dirá que con ellos se financia la Educación o la Sanidad, pero eso no se recuerda casi nunca a la hora de pagar. Y luego están ellos: los que salen cada día en los medios porque han robado de lo común, porque han estafado y se han quedado con lo nuestro. Siempre queda la pregunta en el aire de si están todos los que son o aún quedan más. Y claro, la confianza en el sistema se resquebraja y a nadie le hace gracia pasar por caja y dejar parte del dinero ganado en buena lid.

Así que en mi trabajo es frecuente que tenga que escuchar barbaridades. La gente me las cuenta a mí, como si yo pudiera hacer algo: que mire que se han tenido que equivocar porque yo ya he pagado bastante; que esto es una injusticia; que no sé qué más quieren de quienes nos levantamos a las seis de la mañana; y así, mil ejemplos del día a día. Antes, para entrar ya ve que les he pedido que pongan sus cosas en el control de objetos y algunos protestan. Lógico, parece que no nos fiamos de la gente honrada cuando los ladrones están ahí fuera, sabemos que quienes vienen a la Delegación no son precisamente quienes más deben. Esos lo solucionan por otros medios.
Mi tarea es sólo informar dónde deben ir. Les digo por ejemplo: “coja un numerito en esa máquina” o “pase su carné por la pantalla y si tiene cita previa le dará un número” o “vaya a mi compañera del puesto doce” y cosas así. Pero ningún día es suficiente. Todos, absolutamente todos, llega alguna mujer con aspecto cansado y un niño en brazos que viene a solucionar una reclamación en relación a sus exiguos ingresos como limpiadora; o algún hombre que, al principio, intenta que no se le note el acento extranjero, con una carpeta llena de nóminas y papeles, pruebas de contratos absurdos de dos días y que no comprende qué le reclaman; o cualquier otra persona que se agobia porque redactar un texto es una misión complicada. Cada día. Esos casos y más. Son mis vecinos, son mis vecinas, no porque vivamos en el mismo barrio, no, sino porque compartimos un mundo que parece hecho para que nos sintamos incómodos.
Así que, aunque a algunos les parezca exagerado e incluso mis jefes me llamen la atención porque voy lento, cuando ya han pasado por el control, me han preguntado y me han mirado con esos ojos de angustia de quien ve en una Delegación de Hacienda una de las puertas del averno, yo utilizo la mesa donde una pantalla chivatea el contenido de sus bolsos y abrigos para ayudarles a completar los impresos, hacerles un croquis de su problema o sentarme con el niño en las piernas mientras papá o mamá hacen la gestión correspondiente. Me da lo mismo si es la tarea por la que me pagan. Tampoco me importa si me dan las gracias que, por cierto, me las dan casi siempre, es sólo que lo hago porque tengo que hacerlo, porque me da la gana, porque a mí me gustaría que lo hicieran por mí.
Y ya está, señora, tome su numerito o se va a pasar aquí todo el día.
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